Enterrar a un hijo es por definición algo antinatural. Aunque sea solo por una cuestión cronológica, los padres se tendrían que marchar antes, y no sobrevivir a sus vástagos. De ahí que sea una cuestión tan extremadamente difícil de asumir cuando ocurre. En esa tesitura se ha visto Francesc Torralba (Barcelona, 1967). Filósofo y teólogo, vio como su hijo Oriol (26 años) perecía en agosto del 2023 cuando ambos realizaban una ruta por los Picos de Europa. Nadie como Torralba para intentar expresar en palabras el proceso por el que un padre pasa tras un lance tan amargo. Eso es lo que ha intentado hacer en No hi ha paraules (Ara Llibres), que acaba de ver la luz. Que no les engañe el título: Torralba tiene la capacidad de reflejar con precisión cirujana todo lo que ha sentido.
Lo primero que se encuentra el lector es el relato de los hechos que acaecieron aquel fatídico 14 de agosto. Ese día, Oriol y él iban a realizar la travesía reina del verano: casi 30 km y más de 3.000 metros de desnivel positivo por el corazón de los Picos de Europa.
Durante el recorrido -narra Torralba-, tuvieron tiempo de hablar. Oriol –“que es poco expansivo”-, le cuenta que es feliz: “Tiende a reservarse los sentimientos, pero en la montaña hace excepciones y se deja ir”. El día transcurre con total normalidad. Ambos disfrutan de la travesía y los paisajes.
No obstante, hay un momento, ya por la tarde, en el que se pierden. Oriol se pone nervioso: ha sido él quien ha organizado la excursión y es muy metódico. Su reloj inteligente no tiene cobertura. Deciden deshacer los últimos 200 metros que han hecho de bajada para ver si encuentran alguna señal, pero no la hallan. Optan entonces por descender de nuevo. Oriol lo hace muy rápido, en dirección al río Cares, para recuperar el tiempo perdido. Hay un momento en que gira a la izquierda y su padre lo pierde de vista. Este último grita su nombre, pero no hay respuesta. De repente, escucha un fuerte golpe, como si un saco hubiera impactado contra el suelo desde bastante altura. Sigue llamándolo por su nombre sin éxito. Se empieza a poner nervioso.
¿Qué harías si fuera el último día de tu vida?
Se dispone a descender para ir en busca de su hijo, pero la pendiente es muy vertical y peligrosa. Alcanza la cepa de un árbol y ahí se detiene. Se da cuenta de que no puede ni seguir avanzando ni retroceder. Está atrapado. Son las cuatro de la tarde y empieza a bajar la temperatura. Sigue llamando a Oriol. De tanto hacerlo, se queda afónico. Al otro lado del río, ve en la distancia a un grupo de excursionistas. Al final será uno de ellos el que consiga ir hasta Caín para avisar a los servicios de rescate.
Horas después, Torralba sabrá que su hijo no ha sobrevivido a la caída. Ahora le toca volver a casa solo y explicárselo a la familia.
Compartir la trágica experiencia
De las primeras cosas que deja claro en el libro es que lo único que pretende escribiéndolo es “compartir el humilde ejemplo de un padre que ha vivido la muerte traumática de su hijo y que intenta expresarlo con palabras”.
Precisamente las palabras se antojan insuficientes para exteriorizar lo que uno siente ante algo así. Hay otras vías para hacerlo. “No me incomoda decirlo ni me avergüenza: me he dado tiempo para llorar, aunque lo he hecho en el ámbito de la privacidad, a puerta cerrada, o bien por los bosques, por los caminos y los senderos, trotando al amanecer, quizás por pudor o bien por miedo al juicio de los demás”, escribe.
El duelo consiste en vivir serenamente con las ausencias de quienes nos han dejado"
Llorar es liberador –reflexiona en otro punto del libro-, pero reír también. “Hay momentos de paréntesis para la risa que en ningún caso deben de ser censurados o prohibidos y no nos hemos de sentir culpables porque durante ciertos segmentos de tiempo dibujemos una sonrisa en el rostro, porque atenúa el abatimiento”.
Entiende que el duelo “no consiste en aceptar las pérdidas que experimentamos a lo largo de la vida, sino a vivir serenamente con las ausencias de quienes nos han dejado durante el periplo vital”.
No podemos tolerar que los ausentes lo tiñan todo de gris y de desconsuelo"
“Cuando alguien significativo dejar de estar, se crea un vacío que nadie puede llenar”, reflexiona Torralba. “Vivir con madurez es asumir las ausencias que nos duelen sin perder la sonrisa ni las ganas de vivir. Es fácil decirlo, pero difícil de conseguir”.
Relata que uno está tan obsesionado con el que se ha ido, que los que están pasan desapercibidos y también, por tanto, todo aquello que podríamos aprender de ellos. “No podemos tolerar que los ausentes lo tiñan todo de gris y de desconsuelo. Justamente ellos deben hacernos tomar consciencia del valor que tiene estar presente en el mundo, poder disfrutar de alguien en cuerpo y alma”, escribe Torralba.
La distinción entre aquello que es relativo y lo que es transcendente es justamente la sabiduría”
Ante algo así, lo más normal es que cambien las prioridades. “Aquello que antes considerabas trascendente pasa a un segundo plano: trabajo, reconocimiento, éxito, dinero, fama…”. En su defecto, uno se instala –dice Torralba- en un sereno “me da igual”. “No quiere decir sucumbir al cinismo, pero sí a un sano relativismo. Las cosas se ponen en su sitio. Aquello que calificábamos de grave deja de serlo. O lo que considerábamos urgente pierde este significado. En pocas palabras, uno se vuelve más selectivo, escoge con más cautela lo que quiere hacer con su tiempo y qué relaciones quiere conrear o desestimar”. Y sentencia: “La distinción entre aquello que es relativo y lo que es transcendente es justamente la sabiduría”.
Sostiene que para alcanzar la que se considera la última fase del proceso de duelo, la de la aceptación, “es necesario afrontar la muerte, sufrir y llorar, sentir la ausencia del ser querido una vez y otra, porque solo así la herida va cicatrizando”. Eso sí, arguye que es necesario encontrar un equilibrio entre la evasión y el afrontamiento, “un movimiento pendular que va de la una hacia la otra y a la inversa”. En su caso, el trabajo lo ha ayudado a evadirse.
La muerte de un ser querido nos hace profundamente humildes"
De un suceso tan doloroso, se pueden extraer virtudes, sostiene en el libro. Y señala tres: humildad, compasión y magnanimidad. “La muerte de un ser querido nos hace profundamente humildes. Constatamos nuestra pequeñez y, a la vez, nuestra impotencia enfrente de la fatalidad. Es la consciencia del límite, de las fronteras del propio ser”.
Después viene la compasión. “Solo quien ha pasado por una experiencia de sufrimiento puede ponerse en la piel de quien la está sufriendo en el presente”.
Y la tercera virtud es la magnanimidad. “La persona que ha sufrido la muerte de un ser querido constata que la vida es demasiado corta para malbaratarla con estupideces. Descubre la magnanimidad, que es la virtud de la grandeza, que lo habilita para inclinarse hacia aquello que es grande. Radica en no dedicarse a tonterías, ni a nimiedades”.